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José Catzim Castillo, un pescador de langosta de 25 años, rodea una caja de cemento hueca que descansa sobre el suelo marino, frente a la costa de la península de Yucatán en México. Introduce una trampa en la caja y la sacude. Tres langostas espinosas salen disparadas e intentan huir, pero Castillo es más rápido que ellas.
Sale a la superficie, levantando su captura. Su cola chasquea ruidosamente y sus antenas hacen un chirrido agudo. El padre de Castillo, Pablo Catzim Pech, de 51 años, lleva la langosta espinosa a su barco de pesca. La criatura es uno de los crustáceos más buscados del Caribe, puede venderse a $40 la libra en los Estados Unidos.
José y su padre son parte de un colectivo con derechos exclusivos para pescar langostas en la bahía de María Elena, parte del parque nacional Sian Ka’an de México. Los pescadores de langosta de María Elena son una historia ecológica de éxito. A pesar de que las langostas se enfrentan a un clima cada vez más caótico y a la sobrepesca del Caribe, están prosperando en la bahía gracias a los esfuerzos del colectivo.
Cuando empieza a llover, Pech sumerge dos trapos en el océano y los extiende sobre las cajas de plástico adheridas a los costados de su bote, cada una llena de decenas de langostas sumergidas en agua salada. Pech conduce el bote de regreso a la orilla, dejando a Castillo solo con su máscara y aletas, y sin chaleco salvavidas, en el océano detrás de él.
“El agua dulce mata las langostas”, dijo Pech.
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El cambio climático está trayendo lluvias más intensas a la región, inundando la bahía con agua dulce y amenazando a las langostas, las cuales solo pueden sobrevivir en agua salada. Los pescadores dicen que les resulta cada vez más difícil comprender el clima. Para empeorar las cosas, el aumento del nivel del mar está erosionando las estrechas playas de María Elena. Hace siete años, un huracán destruyó todas menos una cabaña a lo largo de la playa, mientras que el agua de lluvia se estancó en la bahía y mató a muchas langostas.
Luego está la sobrepesca. Desde la década de 1980, las poblaciones de langosta se han reducido hasta en un 40% en todo el Caribe, según Eloy Sosa, biólogo marino del centro de investigación Ecosur, quien trabaja junto a el colectivo de Castillo para proteger la langosta espinosa.
Los crustáceos están disminuyendo en número y cada vez son más difíciles de encontrar, por lo que los pescadores tienen que sumergirse hasta 40 metros bajo el agua, abrumados por tanques de oxígeno, para intentar atraparlos. Ese no es el caso de María Elena, donde las langostas prosperan. El pescador de langostas más nuevo de la bahía, José Eduardo Uitz, llegó a la reserva porque ya no quería arriesgar su vida adentrándose más en el océano para pescar langostas. En María Elena, se encuentran justo debajo de la superficie.
No obstante, María Elena no siempre fue un paraíso para las langostas. El colectivo recibió un permiso especial para pescar en la reserva después de que fuera declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1987, pero no fue hasta una década después que el colectivo adoptó prácticas de pesca sostenibles.
“Nadie sabía nada sobre sostenibilidad en ese entonces. Los pescadores tomaban los huevos de una langosta preñada, se iban a casa y los mezclaban con huevos de gallina”, dijo Pech.
Las cosas cambiaron cuando científicos como Sosa comenzaron a realizar talleres dentro del parque, enseñándole a los pescadores cómo proteger a las langostas dándoles suficiente tiempo para crecer y reproducirse. Gracias a los esfuerzos del colectivo, el número de langostas ha aumentado en María Elena, aunque aún no ha vuelto a los niveles observados en los años ochenta.
Los pescadores de hoy son mucho más responsables que sus antepasados. Tratan al crustáceo como una inversión y lo cuidan celosamente, con la esperanza de devolverle su antigua gloria.
“Estar en María Elena es un privilegio”, dijo Sosa. “Si un asociado rompe las reglas, el castigo es duro. Te podrían expulsar del colectivo”.
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Descendiente de los fundadores de María Elena, José lo sabe mejor que la mayoría. Todavía está tratando de ganarse su lugar en el colectivo, esperando que se le abra un puesto en el grupo de 50. Por ahora, es solo un empleado de su padre, que es miembro. Para mantener las langostas sanas, Pech inspecciona cada una de las que captura Castillo. Si parece demasiado pequeña, la mide. Si la cola es más corta que la regla de cinco pulgadas, devuelve la langosta al mar.
“También liberamos las langostas más grandes, que pesan más de seis libras. El mercado no paga su valor. Suelen ser hembras y mantienen viva a la especie”, dijo.
Cuando los pescadores de langosta arrojan a una hembra al océano, no solo protegen a la población local, sino que también mantienen a las poblaciones de langosta en otras partes del Caribe. Las hembras ponen millones de huevos que se convierten en larvas y flotan a lo largo de las corrientes oceánicas hacia nuevos hogares a miles de kilómetros de distancia.
“La mayor amenaza para este lugar somos nosotros”, dijo Pech. “Estamos en el hábitat de las langostas. Es nuestro sustento, pero estamos invadiendo un lugar al que no pertenecemos.
Este texto apareció originalmente en Nexus Media News, puedes ver el original en inglés aquí.
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