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Éste es un artículo de opinión, su contenido expresa la postura de su autora, Denisse Ramírez.
Chile – Una de las lecciones que nos ha dejado la pandemia es la inmensa fuerza de las leyes, que han demostrado cambiar el estado de cosas que parecían inmutables. El mejor ejemplo son las modificaciones que nos están ayudando a salir de este trance; disposiciones legales con fines puntuales, que se bastan a sí mismas. Sin embargo, no hay que engañarse: cualquier regulación es una empresa de largo aliento, que requiere de precisión en su fin e intensidad, y que debe completarse con especificaciones oportunas y coherentes para ser ejecutada. Los reglamentos, llamados a cumplir con ese encargo, hoy están al debe.
Es indudable que el mundo actual genera necesidades regulatorias a una velocidad muchas veces difícil de alcanzar (basta recordar la aparición de Uber y de otras plataformas que aún no cuentan con un marco definido). Pero no hay que olvidar que una mala legislación no perdona. Con meros enunciados las leyes estarán condenadas a dar un paso adelante y dos atrás.
La labor de generar una reglamentación coherente, que realmente cumpla el objetivo inicial sin efectos adversos, es un proceso que trasciende lo jurídico y que debe considerarse desde la decisión de legislar hasta la elaboración del articulado. Es cierto, la ley debe proyectarse a largo plazo y ser lo suficientemente flexible para resistir el paso del tiempo, pero eso no significa que sus procedimientos de aplicación y estándares no puedan estar ya esbozados y tenidos a la vista antes de su dictación.
Hoy se registran varios cuerpos legales a la espera de las disposiciones que los ejecuten, sin embargo, la reglamentación y/o su implementación por parte de la Administración ha llegado tarde o, simplemente, aún no ha llegado. Este fenómeno no es producto de la pandemia sino de la falta de planificación, o de la precipitación por zanjar temas que finalmente terminan generando más incertidumbre de la que pretendían evitar.
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Ejemplos de ello hay bastantes: la ley de descentralización, que aún está a la espera del reglamento de áreas metropolitanas, comités regionales, marco presupuestario, traspaso de competencias y ordenamiento territorial; la ley de humedales urbanos, que se encuentra actualmente vigente pero que aún no cuenta con un reglamento conocido.
El caso más reciente es el de la ley de aportes al espacio público, discutida por más de cinco años. Esta norma se publicó el 2016 y dispuso su vigencia para 18 meses después de la dictación del último de los dos reglamentos que contempla. Pese a que el reglamento de mitigaciones viales, que era el que faltaba, se publicó en mayo del año pasado, y la ley debía entrar en vigencia en noviembre próximo, no se logró dar el impulso y las certezas necesarias para su implementación a tiempo.
Por estos días se está tramitando un proyecto de ley que retrasa su aplicación en un año en relación a las mitigaciones viales; es decir, se retrasa la mitad de la ley y, de paso, se genera incertidumbre en la aplicación de su otra mitad.
Todo sector regulado necesita certezas, y no solo la industria o las personas obligadas. También los organismos de la administración que van a aplicar una regulación determinada tienen que creer en que la nueva legislación es una realidad para lograr implementarla. Y ello, exige una planificación razonada en términos técnicos, presupuestarios y ciudadanos, que permita concretar reglamentaciones oportunas que entreguen estándares, y procedimientos claros.
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