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Han pasado 30 años desde que 196 países firmaran el Acuerdo de Montreal para tratar de reducir el agujero de la capa de ozono. Desde entonces, el agujero antártico ha llegado a tener un tamaño de 29.6 millones de kilómetros cuadrados, aunque se ha reducido en los últimos años, una extensión tan enorme que si estuviese situado sobre América del Norte la dejaría al descubierto en su totalidad a merced de la radiación ultravioleta, con los consiguientes peligros para la salud.
La capa de ozono en la alta atmósfera actúa como elemento protector de la radiación ultravioleta para permitir la vida, mientras que el ozono en las capas bajas es un peligroso contaminante resultado de la actividad humana. En 1974, Mario J. Molina y F.S. Rowland demostraron en estudios en laboratorio el papel de los clorofluorocarbonos (CFC) como destructores del ozono. Estos estudios les hicieron merecedores, junto a Paul J. Crutzen, del primer premio Nobel de química relacionado con temas ambientales.
En 1985 saltaron todas las alarmas al detectarse una disminución anormal del nivel de ozono en la Antártida. Este descubrimiento propició la firma del Protocolo de Montreal, el 16 de septiembre de 1987, considerado el más exitoso para la protección de la naturaleza de los firmados por Naciones Unidas. Tras sucesivas enmiendas al protocolo, la disminución de los gases destructores del ozono es un hecho.
En un principio se puso el objetivo en los CFC, utilizados fundamentalmente en la refrigeración, y en los derivados del bromo, utilizados como pesticidas. Recientemente, la enmienda de Kigali (Ruanda, 2016) ha puesto el foco en los hidrofluocarburos (HFC) que fueron considerados en el pasado una alternativa segura a los CFC. Una vez disminuidos los destructores principales, los gases de efecto invernadero se han convertido en el siguiente objetivo como elementos secundarios de destrucción.
Durante estos 30 años, el agujero de ozono antártico ha llegado a tener un tamaño de 29.6 millones de kilómetros cuadrados. El agujero varía de estación en estación, siendo mayor durante la primavera del hemisferio sur. La presencia del agujero en la Antártida es debido a sus especiales condiciones meteorológicas. No obstante, la capa de ozono ha disminuido, aunque en menor medida, en todas las latitudes. La gran persistencia en la atmósfera de los gases destructores del ozono, de hasta 100 años, dificulta el freno de la destrucción de la capa de ozono, que llegó a ser del 6% de media en todo el globo, y ha llegado a 30% en zonas polares.
Los efectos para la salud de la disminución de la capa de ozono, que es capaz de filtrar un 95% de la radiación ultravioleta, ha supuesto un aumento de enfermedades de la piel, que van desde quemaduras hasta melanomas, afecciones en la córnea, con un incremento de cataratas e interferencias en el sistema inmunitario. Resulta paradójico que el agujero de ozono haya propiciado un uso masivo de cremas fotoprotectoras y un miedo a la exposición solar. Esto ha conducido a que en ciertas poblaciones se produzca un déficit de vitamina D, implicada en el metabolismo del calcio, que influye en el mantenimiento de la masa ósea y el sistema cardiovascular.
Está constatada tanto la influencia de la disminución de la capa de ozono en el clima, como que la variación de la actividad humana está disimulando el cambio climático asociado.
Este texto apareció originalmente en el diario El País, puedes encontrar el original aquí.
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