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Plantar árboles para frenar el cambio climático es loable, pero la eficiencia de esta estrategia está en duda. Una consecuencia del calentamiento global, al menos en lugares que tradicionalmente eran fríos, es que los árboles crecen más rápido. Pero según un nuevo estudio, el desarrollo acelerado también hace que mueran antes, liberando prematuramente el carbono que atraparon de la atmósfera a lo largo de su vida.
“El valor de la repoblación es limitado. Lo importante es conservar los bosques de árboles antiguos, que no solo son reservorios de biodiversidad, sino también de carbono a largo plazo”, explica el investigador del Instituto Pirenaico de Ecología (IPE-CSIC) Jesús Julio Camarero, que es uno de los autores del estudio.
El equipo internacional del que forma parte, encabezado por científicos de la Universidad de Cambridge, ha publicado sus resultados en la última edición de Nature Communications.
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Camarero es especialista en dendrocronología, el estudio de los anillos de crecimiento de los árboles. El grosor y la densidad de cada círculo concéntrico permiten inferir las condiciones climáticas de años pasados y así describir la evolución del clima y la respuesta de las plantas a los cambios. Los científicos analizaron de esta manera cerca de 1,800 árboles, tanto muertos (cortando un disco del tronco) como vivos (extrayendo una fina muestra de la madera con una barrena).
El análisis cubre un periodo de hace 2,000 años hasta la actualidad y demuestra que los árboles más longevos son aquellos que crecieron más despacio. Las condiciones frías y rigurosas frenan el desarrollo, pero a cambio permiten a los árboles llegar a la madurez más tarde. Por el contrario, los árboles que crecieron rápido durante sus primeros 25 años de edad murieron antes que sus parientes rezagados.
La investigación está limitada a dos especies de coníferas de montaña, el pino negro y el alerce siberiano, que se estudiaron en el pirineo español y en el macizo de Altái de Rusia. Estos lugares son idóneos para el análisis, ya que han sufrido poca alteración humana, tienen muestras de madera antiguas preservadas en lagos y la distribución de su vegetación es dispersa. Además, las coníferas son representativas de los bosques boreales, que juntos forman la mayor masa forestal del planeta.
“Generalizar los resultados es complicado”, advierte Ruth Martín de la Universidad de Valladolid, quien estudia la respuesta de los árboles al cambio climático. “En otros ecosistemas más secos y calurosos, el periodo de crecimiento está limitado por la falta de agua, no por el frío”, explica Martín, ajena a este estudio.
Además, en un bosque más denso, según cuenta Camarero, podría no observarse la correlación entre longevidad y desarrollo lento. Allí, los árboles deben competir desde jóvenes por acaparar luz, suelo y recursos, por tanto, un individuo de crecimiento rápido puede tener más esperanza de vida simplemente por su ventaja en esta carrera inicial.
Sin embargo, no es descabellado asumir que el fenómeno observado en los Pirineos y en Altái se dará también en otros ecosistemas. Un estudio publicado la semana pasada en la revista científica Plos One describe el mismo efecto “vive rápido, muere joven”, pero en árboles plantados en la ciudad. En esa investigación, científicos de Boston en EE.UU. demostraron que los árboles del centro urbano crecen más rápido pero mueren antes que los del entorno rural, lo cual resulta en una pérdida neta de almacenamiento de carbono a pesar de las buenas intenciones detrás de muchas iniciativas de jardinería.
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“Los costes de carbono asociados a la producción en viveros, la plantación, el riego, la poda y la eliminación de desechos son elevados. Los árboles callejeros deben sobrevivir varias décadas (entre 26 y 33 años) para lograr neutralidad de carbono”, escriben los autores. En la ciudad, muchos árboles no mueren por causas naturales, pero habitualmente su crecimiento sí se acelera debido a factores humanos como el aumento local de la temperatura.
En los bosques boreales del noreste de China, se ha observado que las coníferas más ancianas son las que más están creciendo en respuesta al calentamiento global, con consecuencias nefastas para la taiga por la degradación de los suelos helados. En el parque nacional de Aigüestortes y Lago de San Mauricio, donde trabajó Camarero, los pinos negros pueden vivir entre 11 y 732 años. La media es de unos 186, pero según aumentan las temperaturas por la crisis del clima actual, esta se podría reducir a poco más de cien años debido al desarrollo acelerado. Parece que no es la edad, sino el tamaño de los pinos lo que limita su longevidad.
Los árboles viejos no tienen problemas para seguir produciendo células, explica Camarero, pero cuando un individuo crece demasiado en tamaño, puede volverse ineficiente por su compleja arquitectura. Por ejemplo, le puede costar más transportar agua hasta todas sus ramas. Las plantas absorben dióxido de carbono para crecer por fotosíntesis y, cuando un árbol muere, el carbono almacenado en la materia orgánica vuelve al ciclo, la madera se descompone y, en última instancia, se forma dióxido de carbono en la atmósfera de nuevo.
“Plantar árboles siempre está bien”, recuerda Martín, pero coincide con Camarero en que “lo más importante es realizar una buena gestión de las masas que ya existen y evitar la deforestación”. La bióloga opina que en los esfuerzos de repoblación, “las especies de crecimiento rápido y con turnos de producción cortos, como el chopo y otras plantaciones productivas, quizá no sean lo más adecuado”.
Este texto apareció originalmente en el diario El País, puedes encontrar el original aquí.
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