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El mundo descubrió que el clima extremo era una amenaza para los museos y sus obras maestras hace 51 años. A la una de la madrugada del 4 de noviembre de 1966. El otoño había sido una infinita sucesión de días de lluvia en Florencia (Italia). Solo entre el 2 y el 3 de noviembre la ciudad acumuló un tercio de su precipitación media anual. El agua anegaba siete siglos de historia de Europa y el cauce del río Arno claudicó pronto. A esa hora de la madrugada reventaron los diques de Rovezzano, un barrio al este de Florencia, y los ingenieros de Enel, la compañía pública de electricidad, tomaron la decisión “menos mala”.
Las dos presas de la ciudad, sobrepasadas, corrían el riesgo de romperse y optaron por descargar 10 millones de toneladas de agua. La corriente devastó el centro de la ciudad. Al menos 100 personas murieron y 20,000 quedaron sin hogar. Pero también se destruyeron y dañaron 14,000 obras de arte, 3 millones de libros, 30 iglesias, museos y bibliotecas.
Esa fragilidad frente a la naturaleza agravada por el cambio climático ha vuelto a sentirse en Florencia en agosto. La ola de calor que recorría Europa obligó a cerrar durante un día la Galería de los Uffizi. En verano, una pintura necesita un entorno de 23°C y un 55% de humedad relativa. Algo difícil de conseguir cuando fuera de las salas el mercurio marca más de 40°C, y dentro están atestadas de turistas y falla el aire acondicionado. De repente la posibilidad de dañar obras esenciales de la historia del arte pasó de pesadilla a realidad.
“Todo está en riesgo. Las piezas, el edificio, las personas que dirigen o visitan el museo, incluso el futuro de la institución”, advierte Sarah Sutton, fundadora de Sustainable Museums, una firma que asesora a museos en temas de sostenibilidad.
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Vivimos tiempos en los que sucede lo impensable. El museo Louvre (Francia) soportó en julio un diluvio que inundó parte del museo y dañó dos lienzos de Nicolas Poussin. La pinacoteca (edificio para conservar y exponer colecciones pictóricas) almacena, según la revista The Art Newspaper, una cuarta parte de su colección bajo tierra y cerca del río Sena. Por eso es que el próximo año inaugura un depósito en Liévin (al norte de Francia) que guardará 250,000 obras. Esto ha costado 60 millones de euros.
“Toda la colección está intacta”, dijo Gary Tinterow, director del Museo de Bellas Artes de Houston (EE. UU.), no esconde su alivio. El huracán Harvey azotó en septiembre el patrimonio de la principal institución artística de la ciudad y puso en peligro 65,000 pinturas (incluidas varias obras maestras), esculturas y objetos. “Pero estábamos preparados”, sostiene. Un equipo de 30 personas, se atrincheró en el museo durante la tormenta para proteger la colección. Sin embargo, el arte, en la era del cambio climático, necesita más previsión que héroes. Por eso Tinterow está construyendo un nuevo edificio que soportará huracanes de categoría cinco (el máximo nivel de fuerza).
Sin embargo, pocos museos disponen de los recursos necesarios para embarcarse en reformas millonarias o construir nuevas instalaciones. Resulta fácil comprender que el presupuesto tenga otras prioridades, como armar un programa expositivo que atraiga al público o ampliar la colección. Algo que además complica la topografía.
El Bass Museum, en Miami Beach (EE. UU.), está situado en una zona de enorme riesgo. El ritmo de subida del nivel del mar se ha triplicado en la década pasada. “¿Nos sentimos cómodos comprando para nuestra colección acuarelas muy sensibles a la humedad? ¿O una fotografía en blanco y negro muy frágil frente a la luz?”, se pregunta George Lindemann, presidente del museo, en Artnet News. “Probablemente no”.
Desde una vanguardista torre de apartamentos de Miami, el promotor de origen cubano Jorge Pérez escucha esas palabras. Él tiene una fortuna de $3,000 millones y es un apasionado del arte contemporáneo. Posee más de mil obras almacenadas en un décimo piso. “Están completamente protegidas”, asegura.
También las del Pérez Art Museum Miami (PAMM). El museo de la ciudad que lleva su nombre y del que es su principal benefactor. El primer nivel (donde se exhiben las piezas) se diseñó en altura y las plantas situadas a ras del mar se utilizan como aparcamiento. Aunque reconoce el espejismo.
“Uno puede resguardar lo propio, pero si persisten las causas del problema, o sea, el cambio climático, será muy difícil proteger el arte en el futuro”, apunta el coleccionista.
Algunos museos lo saben y alzan parapetos (elementos arquitectónicos de protección) para defender sus tesoros. Levantan muros antihumedad, utilizan embalajes a prueba de agua, ensayan prácticas de evacuación de las obras, almacenan las pinturas en niveles elevados, seleccionan localizaciones alternativas donde conservar las piezas en caso de peligro y, sobre todo, protegen el sistema de climatización. Porque suele ser lo primero que falla cuando golpea un huracán o una inundación. Ese desafío es todavía mayor si hay que proteger un valiosísimo conjunto de obras sin museo propio.
La mayoría de las piezas de la Colección Patricia Phelps de Cisneros (quizá el mejor conjunto de arte latinoamericano en manos privadas del mundo) está en depósito o en préstamo. Viajan constantemente. “El momento de mayor riesgo son los traslados; sobre todo, los aeropuertos. Es mucho más probable que surja un problema ahí que por el cambio climático”, valora Gabriel Pérez-Barreiro, director de la colección. “Los museos en su mayoría son edificios muy antiguos, estructuras que tienen más de cien años. Es verdad que podrían no ser tan seguros”.
Pensemos lo que está en riesgo, como el museo del Prado (España). La pinacoteca madrileña no solo construye el relato de un tiempo, sino la identidad de un país. ¿Cómo sería sin Las meninas o Los fusilamientos de Goya?
Nadie quiere responder a esa pregunta. El problema del país es que buena parte de su patrimonio está cobijado en edificios históricos y “la posibilidad de acometer cambios es menor”, reconoce José Luis Díez, director del Museo de las Colecciones Reales.
Y nada es lo que fue, ya que gracias a su elevada cota, Madrid parece a salvo de inundaciones. Sin embargo, el clima extremo encuentra grietas. En 2015 una ciclogénesis (consolidación de la circulación ciclónica en la atmósfera) explosiva arrancó en Aranjuez árboles de los tiempos de Carlos IV. Es la pérdida de otro patrimonio.
“Es un tema que nos preocupa y nos afecta”, admite Jorge García, jefe de restauración del Reina Sofía. Hace tres años el museo puso en marcha un plan de emergencias que cubre la posibilidad de atentado y de desastre climático en sus cuatro sedes. Los conservadores trabajan con un listado que establece en qué orden deben “salvarse” las obras. La primera, claro, el Guernica de Pablo Picasso.
El Prado también tiene su propio plan. “Las obras se evacuarán hacia almacenes dentro del mismo edificio o, en casos de extrema gravedad, a otro inmueble de los integrantes del campus”, relatan. Ideas sencillas para afrontar un problema inmenso.
Este texto apareció originalmente en el diario El País, puedes encontrar el original aquí.
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