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A los mosquitos les gusta el calor. Cada especie tiene su temperatura ideal, pero los que propagan enfermedades infecciosas, como el dengue, la fiebre amarilla, la malaria, el zika o el chikungunya, se comportan de forma parecida: están cómodos entre 25°C y 30°C; es entonces cuando se reproducen, se alimentan y, así, van transmitiendo estas dolencias de unas personas a otras.
Y el mundo se está calentando. Al unir estas dos realidades se puede pensar que las epidemias se multiplicarán en el futuro. Y es muy posible que sea así, lo que no está tan claro es cómo.
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Los científicos llevan años calculando la manera en que afectará el calentamiento global a la subida del nivel del mar. Aunque las cifras varían según las investigaciones, hay consenso en el que 2°C de aumento de temperatura pueden tener consecuencias devastadoras y hacer desaparecer cientos de ciudades, obligando a desplazarse a millones de personas.
Otras afecciones de la subida de las temperaturas están menos estudiadas, pero son cada vez más los epidemiólogos, biólogos, infectólogos e investigadores de varias ramas los que tratan de anticipar cómo será la salud global en el mundo sobreexplotado que estamos dejando. La salud planetaria es una nueva disciplina que trata de explorar estos campos que, para algunos científicos, ya no tiene sentido separar. Lo que le hagamos a la Tierra va a afectar de una u otra forma al ser humano.
Lo que ocurriría con las enfermedades transmitidas por los mosquitos con la subida de las temperaturas no es solo que se propagarían más, sino que cambiarían sus escenarios. Esto lo explicó la doctora Jamie Caldwell, de la Universidad de Stanford, en el Congreso Internacional de Enfermedades Infecciosas (ICID) que se celebró en Buenos Aires (Argentina).
El equipo en el que trabaja Caldwell ha estudiado la fisiología de los zancudos, su respuesta térmica, los índices de picaduras, entre otras variables, para crear modelos matemáticos que predigan su comportamiento, de forma parecida a lo que se hace para estudiar la subida del mar. La conclusión es que muchas zonas que ahora los sufren, dejarán de hacerlo, ya que a estos insectos les gusta cierto calor, pero no demasiado.
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Así, los lugares que se fueran por encima de los 30°C (aproximadamente) se librarían de ellos, mientras que las que estuvieran, por ejemplo en 23°C y subieran a 25°C, notarían un tremendo incremento de mosquitos y, previsiblemente, de las enfermedades que traen consigo. En las zonas frías la situación no variaría significativamente, ya que no alcanzarían los umbrales mínimos de temperatura.
Este es solo un pequeño ejemplo de cómo la mano del ser humano, que hace subir la temperatura del planeta, se vuelve en contra de él en forma de enfermedades infecciosas. Modelos similares se usaron por ejemplo en Brasil durante el mundial de fútbol de 2014 para predecir la incidencia del dengue. La doctora Rachel Lowe, de la Royal Society Dorothy Hodgkin, participó en estos estudios que dieron “resultados prometedores”, aunque todavía se tienen que ir mejorando.
La marca del ser humano es tan notable que los científicos llaman la actual era geológica antropoceno. La evidencia muestra que estamos siendo responsables de la sexta gran extinción de la historia de nuestro planeta. Y esto, de nuevo, puede pasar factura a nuestra salud.
Serge Morand, profesor de la Universidad Kasetstar de Tailandia, expuso también en el ICID la correlación que existe entre pérdida de biodiversidad y aumento de enfermedades zoonóticas (que se transmiten entre animales y personas).
“Cuanto más biodiversidad, más limitadas están las dolencias en un país. Esto es muy interesante cuando se lo mostramos a políticos, porque siempre piensan que brotes se deben a los animales silvestres”, explicó.
Un ejemplo de las razones que puede haber detrás de esto es que al terminar con los hábitats de determinadas especies, estas cambian de costumbres y propagan dolencias que de otra forma quedarían confinadas. Así es como parece que surgió el brote de ébola que asoló África Occidental en 2014. La tala de bosques tropicales pone en contacto al ser humano con animales que sirven de reservorio para el virus y se lo trasmiten.
No es el único ejemplo. El virus nipah, un brote emergente que causa casos graves en animales y seres humanos, vivía en los murciélagos. En el sudeste asiático, la tala de bosques les quitó su ecosistema; fueron a parar cerca de granjas de cerdos, que fueron infectados para contagiar posteriormente a las personas.
Conocer todas estas interacciones entre el planeta y la salud es el primer paso para evitarlas. “La mayoría de las veces buscamos tecnología para brindar solución al problema en lugar de hacerlo de raíz. Cuidemos la biodiversidad y nos ahorraremos muchos problemas”, reclamó Morand.
Pero también hay soluciones menos sistémicas. Anticipar la llegada de un virus como el zika puede producir comportamientos en la población que mitigue sus efectos. La investigadora Jamie Caldwell contó que en sus estudios detectaron cómo proliferaban las comunidades de mosquitos en lugares con neumáticos, cocos y botellas de plástico. Allí se acumulaba el agua durante las lluvias y se convertían en lugar ideal para que crecieran las larvas.
“Conociendo esto se puede concienciar a las comunidades para que no dejen estos residuos. Parece menor, pero se pueden evitar miles de contagios”, explicó.
Y, obviamente, no todas las interacciones del ser humano con la naturaleza son negativas. Ella puso el ejemplo de cómo haciendo una represa en Senegal han conseguido vivir de la piscicultura y, a la vez, rebajar la cantidad de caracoles que portan al parásito causante de la esquistosomiasis, una enfermedad catalogada por la Organización Mundial de la Salud como desatendida que causa estragos en zonas tropicales, especialmente de África.
Todo esto no deja de ser una pequeña muestra de cómo esta disciplina da sus primeros pasos. Pero hoy día se desconoce más de lo que se sabe con respecto a los vínculos entre la salud del planeta y la humana. Porque hay muchas muestras evidentes, como la contaminación, que mata cada año a siete millones de personas, o los desastres naturales. “
Pero todavía falta generar mucha evidencia”, en palabras de Raffaella Bosurgi, editora de la revista Lancet Planetary Health que, junto a la Rockefeller Foundation, crearon una comisión para diagnosticar los impactos de la explotación de la Tierra en la salud. En julio de 2015 lanzaron sus primeras conclusiones:
“La degradación de los sistemas naturales amenazan con revertir las mejoras que se han conseguido en el último siglo. En resumen, hemos hipotecado la salud de las generaciones futuras para conseguir el crecimiento económico y el desarrollo del presente”.
Este texto apareció originalmente en el diario El País, puedes encontrar el original aquí.
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